Persiste el odio racial entre nosotros
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FRANCISCO RODRÍGUEZ
Tres cosas destacaban en la correspondencia sostenida entre Alexander von Humboldt y Charles Darwin: el naturalista alemán le relataba al evolucionista inglés que en este septentrión existía tierra que podía comerse; que dos terceras partes de la plata que se usaba en el mundo había salido de costas de nuestro Golfo… y la profunda desigualdad entre sus habitantes.
Y sí, fueron ciertas las tres. A pesar de que somos el país por excelencia de la desigualdad social, no obstante que hemos sido derrotados por el extranjero a falta de identidad nacional, a pesar de que todavía no nos aceptamos como somos y despreciamos el rico mosaico de nuestro mestizaje, las cosas siguen igual.
Le rendimos honores a la pigmentocracia, somos altaneros y arrogantes raciales, abusamos del maltrato, la intolerancia y la discriminación hacia nuestros coterráneos y coetáneos, y nunca hemos sido solidarios con 16 millones de indígenas que están en el fondo del abismo social que conforma nuestra patria.
La ultraderecha se nutre de esta situación de encono y se confabula con el conservadurismo para frenar la evolución social. La derecha fascistoide se burla de los compromisos en abierto con los más pobres, de los homenajes en concierto a sus tradiciones seculares, de la defensa de su patrimonio originario. En ningún país moderno pasa esto.
Kikapúes, chontales, mixtecos, olutecos popolocas se extinguen
La tercera parte de los indígenas latinoamericanos, 50 millones de seres humanos, vive en nuestro territorio, mientras el macizo de 11 familias lingüísticas, 68 agrupaciones étnicas esperan una respuesta que ha tardado siglos en llegar. Las 364 variantes idiomáticas se extinguen con la miseria indetenible.
Después de un eterno penar, se apagan cotidianamente. Catorce están en riesgo de desaparición, entre ellos los valientes kikapúes, los irreductibles chontales y mixtecos, los lúcidos olutecos popolocas, descendientes de Marina, la inteligente Malinche, luchan todavía por sobrevivir, en medio de un páramo de indiferencia.
Lo que pudiera ser todavía un semillero de florecimiento cultural y de desarrollo regional equilibrado, se está perdiendo por la violencia y la discriminación que ejercemos en su contra. A través de los siglos, decían los historiadores Vicente Riva Palacio, Alfredo Chavero y José María Vigil, presos en la Cárcel de Belén.
Los indígenas mexicanos, peor que antes de la Revolución de 1910
Y seguimos siendo más brutos que un arado. Parece que la sentencia está siendo cumplida: no podremos mejorar hasta que a una rana le salgan pelos. Todas las políticas indigenistas han ido a parar al barril sin fondo de la demagogia, porque no hemos sabido qué hacer con ellos. Nos persiguen sus fantasmas… que son los nuestros.
La cuestión indigenista preside nuestra historia. Y en otros países del área latinoamericana se han adoptado soluciones más directas y categóricas que las mexicanas. La corrupción ancestral ha jugado un papel decisivo en la postergación y el odio racial entre los mexicanos.
Ningún resultado, por lo visto, de la “primera revolución social del mundo, incluyendo la soviética” –como gustaban pregonar los jilgueros del sistema priísta. Ella no tocó, ni con el pétalo de una rosa esos avatares vergonzosos. Es una verdadera asignatura pendiente de todos los mexicanos con dos dedos de frente, bien nacidos.
La Carta Magna no dice cómo lograr la igualdad entre desiguales
Nuestro explotado artículo 4o. Constitucional, el de la pomposa igualdad, reconoce la naturaleza pluricultural de la Nación “sustentada originalmente en sus pueblos indígenas “; adopta la protección y desarrollo de las lenguas nativas, excita a su mejoramiento, pero nunca ha pasado de ser un catálogo de intenciones demagógicas.
La Constitución jura proteger sus culturas, usos, costumbres, recursos y formas de organización social, con el “efectivo acceso a la jurisdicción del Estado”, incluyendo la garantía de que “en los juicios agrarios se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas “, pero como la Constitución no dice exactamente cómo, todo es un simple latiguillo de discurso oficial.
Vivimos los mexicanos, en el mejor de los casos, la “administración” del indigenismo. Hasta la fecha, los grupos étnicos originarios no tienen acceso a servicios, mínimos de salud, educación, asistencia social y bienestar, alegando las autoridades que “no saben lo que están expresando”.
Ni sabemos que tenemos millones de afromexicanos en el trópico
Muchos siglos después, las Cámaras de Diputados y Senadores pueden ufanarse de tener representantes de las etnias y de los grupos lingüísticos. Hasta ahora empezamos a apreciar su participación decidida en los debates sobre igualdad social, desarrollo nacional y defensa de la soberanía mexicana. Hasta ahora nos damos cuenta de su coraje y de su amor al país.
Si supiéramos que los otros 34 millones de indígenas latinoamericanos han logrado reducirnos al paleolítico, lo entenderíamos con facilidad: la Constitución argentina garantiza el derecho a la educación bilingüe e intercultural; la de Colombia obliga a elegir dos senadores indígenas; Ecuador reconoce incluso los derechos de los afros.
Nosotros ni sabemos que tenemos millones de afromexicanos en el trópico húmedo y en las cálidas estepas de nuestro rico territorio. Menos aceptamos que un tercio de nuestra sangre es de raíz africana. La Constitución venezolana y casi todas las demás incluyen la protección histórica de sus rituales y de sus lugares de culto y tradición. Aquí nos reímos de tamaña imprudencia.
Nuestras etnias, explotadas por huachicoleos, fracking, minas…
El tema indigenista continúa poniendo en la picota la eficacia de los gobiernos, la función de la política y el valor de la tolerancia mexicana de dientes pa’ fuera. A falta de claridad constitucional, tal parece que en México el derecho otorga el poder de matar a los indígenas.
Así se deriva de los despojos de compañías privadas y estatales a sus tierras para empresas mineras, eólicas, acueductos, gasoductos, frackings gaseros, siembra de transgénicos, imposición de proyectos turísticos, arrebatos contra sus selvas, bosques, aguas comunitarias y todo lo que podamos imaginar.
Han sido chivos expiatorios de los truhanes antimexicanos que los han masacrado en sus huachicoleos, en la explotación inmunda de sus parajes con proyectos devastadores sobre la ecología, su medio ambiente y su manera de vivir. Acaban con las especies prehistóricas, la flora y la fauna de los entornos.
Entreguistas e intolerantes piden a gritos una nueva guerra de castas
Los cachorros de la Revolución y los presidentes autoproclamados indigenistas continúan masacrando a sus hermanos diferentes. Viven en la misma casa, pero no se conocen todavía.
Con su actitud, los entreguistas y los intolerantes piden a gritos una nueva guerra de castas, un nuevo Tomóchic, otra revuelta para apaciguar a Cajeme y sus yaquis. Están estirando la liga, usando sus lenguas de doble filo. Tratan cotidianamente de desaparecer a la Nación de todos.
Falta un grito a tiempo. Antes de agarrarse a pedradas. Expliquemos en la Constitución exactamente cómo hacerle.
¿No cree usted?
Índice Flamígero: Un cable de la agencia española de noticias, Efe, da muestra del sectarismo que existe en sectores bien identificados de nuestra sociedad: “Mezclan español e inglés al hablar, presumen de sus viajes en redes sociales y procuran no juntarse con las clases populares. Así son los “whitexicans“, un término que define a personas que muestran orgullo por México en el extranjero pero adoptan actitudes clasistas y racistas
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