La forma de un producto despierta emociones que en ocasiones pueden ser complejas. El mundo está lleno de ejemplos de objetos que nos hacen preguntarnos ¿en qué estaba pensando quien diseñó esto? Y quizá no haya objetos que despierten tantos cuestionamientos y nuestra imaginación como la Inteligencia Artificial y los robots.
Siempre ha existido el sueño de lograr que las máquinas hagan por nosotros las tareas pesadas, peligrosas o tediosas de forma autónoma, con el objetivo de tener más tiempo para dedicarnos a actividades más satisfactorias o lúdicas. De hecho, el término robot fue acuñado en la obra teatral de ciencia ficción R.U.R., escrita por Karel Čapek en 1920, que describe la creación de “personas artificiales” para ser utilizadas como fuerza de trabajo barata.
Un robot funciona con IA, y al ser este una máquina, se le puede dotar de cualquier forma; lo más lógico, desde el punto de vista funcional, es que la forma le permita realizar más eficientemente su tarea asignada. La industria de la manufactura está llena de ejemplos de máquinas que pueden realizar actividades con gran precisión y velocidad. Verlas en acción puede ser sorprendente e hipnotizante, y aunque realizan tareas que de otra forma harían trabajadores humanos, no se parecen en nada a ellos.
¿Por qué crearíamos robots con forma humana?
Aunque podemos argumentar que el cuerpo humano es flexible para adaptarse a una variedad de situaciones, también tiene muchas limitaciones. Pero aquí entra en juego un factor que nada tiene que ver con la función de la máquina: la empatía de las personas con las que interactúan.
Ya sea por razones evolutivas, o condicionamiento social, las personas sentimos afinidad con lo que se parece a nosotros. Entre más familiar nos parece algo, más cómodo nos es interactuar con ello, hasta el punto extremo en que lo veamos igual a nosotros y dejemos de considerarlo “algo” sino “alguien” y la interacción sea completamente natural.
Los primeros robots humanoides tenían muy pocas funciones automáticas y muchas limitantes motrices, pero el hecho de tener cierta similitud con la forma humana lograba despertar empatía en los espectadores, al punto de atribuirles características asociadas con una persona, haciendo más creíble la ilusión de ser una máquina autómata.
Pero sucede algo interesante con los robots que se parecen tanto a una persona que pueden hacernos olvidar que son una máquina: si la ilusión no es perfecta sabremos que algo no está bien, nos sentiremos desconcertados, incómodos y hasta asustados. En 1970, el robotista Masahiro Mori identificó este fenómeno y lo llamó bukiminotani genshō (el Valle Inquietante).
Los humanos somos particularmente hábiles para identificar cuando algo no está bien en una persona; el mínimo tic, falta de fluidez en los movimientos, o hasta un exceso de precisión en sus acciones, hacen que pongamos más atención, por lo que es extremadamente difícil acercarnos a una emulación convincente de una persona artificial (como en el caso de un robot humanoide) sin caer en el Valle Inquietante.
Anti Valle Inquietante
Más interesante que ver ejemplos que ilustran este fenómeno, es ver diseños que lo toman en cuenta y logran evitarlo, como los siguientes:
Spot es un robot cuadrúpedo que nos hace inmediatamente pensar en un perro (punto extra para la empatía), sus movimientos fluidos le dan cierto aire orgánico, y se centra en esta fortaleza para hacerlo familiar. No pretende realmente ser un perro, no tiene pelo, ni siquiera cabeza, tiene elementos esenciales para despertar las emociones correctas y ya.
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