… y venimos a calmarnos de la violencia!
Texto publicado en la revista internacional de cultura Transgresiones – dirigida por Víctor Ruora– con motivo de los 50 años de la masacre estudiantil de 1968. Versiones oficiales estiman entre 30 y 40 muertos. Extraoficialmente oscilan entre 500 y ocho mil, incluye desaparecidos.
A la memoria de Emilio Viale, periodista, y amigo entrañable.
Por Jesús Yáñez Orozco
Aquél 2 de octubre de 1968, poco después de la masacre en Tlatelolco, la voz de Julio Scherer García, recién nombrado director de Excélsior, estalló con amorosa tiranía en la redacción del periódico, avenida Reforma, Ciudad de México. Y que Raúl Hernández Rivera, entonces oficce boy –conocidos luego como “hueso”– del diario, 18 años de edad, recordaría exactas — manecillas de reloj suizo– cinco décadas después, como si fuera ayer:
“¡Llévenlo que tome unos tragos: así no puede escribir!”, ordenó Don Julio, dirigiéndose al reportero Jaime Reyes Estrada.
Todo el 68´ fue intenso para Raúl Hernández. Cada nota que recogía de los escritorios de los reporteros para llevarla a la mesa de redacción. Luego, una vez corregida y cabeceada, entregar a linotipos.
Sentía vívida y vivida la historia del país en las manos. Para él no eran simples cuartillas.
¡Era la historia!
Con una sonrisa que estalla en sus labios, Raúl, recuerda la ocasión en que acompañó a un reportero a la célebre cantina La Mundial, a unos pasos de Excélsior, máquina de escribir Remington, en ristre, casi 10 kilos de peso. Se encargaba de armar los juegos de cuartillas para su redacción –original y dos copias, papel carbón como jamón del sándwich–, como se hacía antes de la aparición de los ordenadores.
Una tras otra, entraban las argentinas hojas en el rodillo negro. Tras, tras, tras. Había periodistas que tenían la virtud de escribir, sin yerro alguno, bajo influjos etílicos.
Tras la matanza llegó a Reforma 18, el reportero Jaime Reyes Estrada –casi 1.90 de estatura–, en profundo shock. La bengala del helicóptero, convertida en mortaja luminosa de los asistentes, en la Plaza de las Tres Culturas, eclipsaba su mirada, mientras, repetía, en un delirio de rabia contenida –sus ropas olorosas a sangre, pólvora, muerte…dolor–:
“¡Hijos de la chingada! ¡Hijos de su puta madre! ¡Sardos de mierda!”.
No hilaba otra palabra.
Por eso la orden imperiosa, dictatorial, de Scherer, conocedor natural de la esencia humana.
El corazón de Raúl Hernández palpitaba fuerte en cada cierre del diario, a medianoche. En cada nota publicada. En cada fotografía que se convertía en una hoja de metal, con infinidad de hoyitos, unos más separados que otros, que acumulaban menos o más tintas para imprimir la imagen.
Cada página del periódico estaba llena de vida. Hechos rigurosamente checados. Vividos en el extremo de las emociones, “que ahora no sucede”, lamenta el periodista, titular del blog Barlovento, sobre comercio exterior. Uno de sus maestros, en Excélsior, fue el fallecido escritor Ricardo Garibay, autor del emblemático libro Las Glorias del Gran Púas –Rubén Olivares–, célebre campeón mundial mexicano de box. Verdadero ídolo.
Recuerdo que enchina la piel.
En Tlatelolco, Jaime había visto caer decenas de jóvenes y adultos, niños y mujeres, bajo las armas que escupían muerte, en manos de los hombres de olivo. La versión oficial fue que murieron 30 estudiantes, mientras un pequeño sector de la prensa internacional señaló, con dedo flamígero, muchos más: 300. Otros que 500. Hay quienes afirman que, más desaparecidos, alrededor de ocho mil.
En los barrios capitalinos corría la versión, reguero de pólvora, que una vez instaurado el socialismo, los niños serían enviados a la URSS y las mujeres no volverían a tener hijos. Los superiores arengaban a los soldados, previo a la matanza, con el argumento de que el cerro del Tepeyac sería tomado por los comunistas y destruida la imagen de la Virgen de Guadalupe.
Jaime, su hermano, Jorge –casi de su misma estatura, torres humanas–, junto con Emilio Viale y Julio Peña, también reporteros, fueron a La Mundial, como los había ordenado Don Julio. La misión era atemperar, con algunos tragos, el delirio fugaz de aquél.
“‘¡Así no pude escribir!’”, dice Viale que dijo Don Julio, en su oficina, frente a los reporteros. Por eso los mandó a la cantina de Don Serafín, español bonachón.
En aquel entonces, las mujeres no entraban a estos locales. Eran cotos masculinos. La Mundial, ubicada en la primera cuadra de la calle de Bucareli, era el refugio, oasis, de reporteros de los periódicos aledaños: Novedades, El Heraldo, El Universal, El Nacional, La Afición… Ahí iban a descargar la adrenalina que detonaba la cobertura de las notas del día. Cada trago equivalía a balde de agua fría para atemperar la pasión del oficio. A veces infructuoso.
Y muchos a gastarse el chayo –dádiva institucionalizada— del día, jugoso en esa época.
Entrando a la cantina del lado izquierdo, microcosmos de una especie de peculiar sociedad sin clases, había dos gabinetes exclusivos para personal de la redacción. La barra era de los trabajadores de talleres. En la parte interna destinada a los reporteros, que intercambiaban sus notas. Algunas, en manos de los más avezados, se convertían en ocho columnas.
Una barra de madera con cubierta de formica negra, corría del lado derecho a lo largo de la cantina. Abajo, cada dos metros, escupideras de aluminio y un tubo de bronce como descanso para subir los pies. Al final, una cabina telefónica. En la pared de enfrente de la barra, cuatro mesas de gabinete con sillones acojinados forrados en verde piel.
Viale, de origen peruano, cuenta que una vez en La Mundial, Jaime no cesaba de maldecir, enloquecido, a los militares que momentos antes habían acribillado a la multitud indefensa:
“¡Hijos de la chingada! ¡Hijos de su puta madre! ¡Sardos de mierda!”, escupía –“El Manotas”, como apodaban a Jaime–, su retahíla, sin parar, pese a los tragos de whisky.
No se sabe cuántas copas llevarían. Al fondo de la cantina, junto a los mingitorios, un militar jugaba dominó. Nadie reparó en él. Había escuchado, con el ceño fruncido, las maldiciones del reportero. Harto, se aceró, amenazante, marcial paso, a la mesa de los reporteros.
Pistola en la mano derecha –dedo índice en el gatillo, el cañón enhiesto como advertencia de muerte– espetó a Jaime:
“¡Repite lo que estás diciendo, cabrón!”.
No hubo respuesta.
Con la mirada vidriosa, escupió:
“¡Quiero que me lo digas en mi cara, hijo de la chingada!
Jorge, sin más, se levantó como resorte. Se interpuso entre su hermano, Jaime, y el militar –como escena de película de la época de oro del cine mexicano–, rechinar de la madera de la silla contra el piso, gritándole:
“¡Dispárame, cabrón, a ver si eres tan valiente!”.
Porque un arma se saca por dos motivos: para matar o empeñar en el Montepío. Conforme arengaba al militar, alzaba la voz, convertida en trueno, otra bengala:
“¡Dispara hijo de la chingada!, yo no soy estudiante, ¿A ver? ¡Que dispares, te digo! ¡No tienes huevos!”
Con el cañón de la pistola apuntándole al pecho, Jorge fue sacando al militar de la cantina, poco a poco, tomado por los hombros, a la vez que seguía repitiendo:
“¡Dispárame, cabrón, anda, dispárame!”
Todos estaban atónitos. Sin dar crédito a lo que veían sus ojos. El soldado huyó, resignado, enfundándose el arma.
Viale exclamó lacónico, ante el último whisky con tres hielos:
“¡Y venimos a calmarnos de la violencia!”
“¡Sardos de mierda!”, 50 años después, resuena en la redacción de Excélsior.
*Anécdota que formará parte del libro autobiográfico, que Raúl Hernández prepara, “Las Dueñas de la Ternura”, próximo a ver la luz.